Prólogo

Visitaba a menudo esa biblioteca. Pero en esa tarde, fue una de las ocasiones en que uno entra a resguardarse de la lluvia más que a buscar algo. Caminé entre los estantes sin rumbo, deteniéndome solo cuando un lomo desgastado me llamaba la atención. Entre uno de los tantos pasillos que estaban delineados por los estantes, había un libro sin título visible, de cubierta gris; en su frente, apenas se asomaba una etiqueta vieja con letras casi borradas: Cartas desde la Comuna 3.

No conozco Manrique. O, al menos, no lo conocía. Había visto sus lomas desde lejos,
cuando vivía cerca de la universidad de Antioquia. Pero nunca había estado allí. Abrí el libro por curiosidad. Dentro, entre hojas dobladas, algunas escritas a máquina, otras a mano con tinta corrida, acompañadas de algunas fotografías, se encontraba la memoria de un barrio. Leí la primera carta sin pensar. “Vivo hace 60 años aquí…”, decía en una de entre tantas líneas. La voz de esa mujer, desconocida y cercana al mismo tiempo, parecía hablarme desde un lugar que no estaba en el mapa, sino en la memoria de alguien más. Tal vez esa era la magia de esas cartas.

Durante los días siguientes, volví varias veces a la biblioteca. Leía una carta por visita, como si no quisiera agotarlas. Todas escritas por mujeres que caminan por esas calles, que han visto cambiar al barrio en el que construyeron su vida. Había algo en la manera en cómo esas mujeres describían los lugares que me obligaba a imaginarlos. Hablaban de calles empinadas, del olor a chunchurria, del sonido de las motos y de la brisa fría que baja en las noches. Eran voces distintas, todas de mujeres de Manrique, que hablaban con una mezcla de amor, cansancio y ternura. No sé si las cartas me buscaron a mí o yo a ellas, pero entre cada frase y cada imagen sentí algo moverse. Y sin saber por qué, me dieron ganas de ir a recorrer las calles que estaban narradas en ese libro.

Una mañana, sin planearlo demasiado, tomé la cámara. No para hacer un reportaje, sino para reconocer. Para saber si en esas lomas que había visto por años desde la distancia, podía encontrar el rastro de las palabras que había leído. Tomé una moto que avanzó entre curvas y casas apretadas. Reconocí algunos lugares por las descripciones de las cartas: las escalas por donde una madre llevaba a su hijo al colegio, el parque en el que ya no está el señor que vendía obleas años atrás, los balcones desde donde algunas señoras observan el día tras día del barrio.

Caminé sin prisa, intentando reconocer cada detalle. Había hecho de las cartas una especie de mapa que conducía mi andar improvisado por el barrio. Empecé a tomar foto grafías y a grabar sonidos. Cada disparo de la cámara era una forma de diálogo con esas voces del libro, un intento de seguir sus pasos y descubrir qué quedaba de ellas en el barrio que ahora, por fin, yo caminaba.

Al final de este viaje, yo solo quiero darle voz a esas palabras. Porque cada carta escrita, cada sonido grabado y cada imagen puede contener un pedacito de nosotras. Estas son las Cartas desde la Comuna 3: hechas de miradas, de memoria, y de mujeres que le escriben a un barrio que quizá ya no existe, pero se niega a ser olvidado.

Carta del editor

Conocí a Isabel hace casi diez años, por casualidad, gracias a una amiga en común. Desde aquella primera noche en que nos presentaron, la conversación fluyó con
naturalidad. Hablamos de música, de cine, de arte, y descubrimos que compartíamos algunas afinidades en la forma de entender la vida. En ese entonces, ella recién empezaba la universidad, estudiaba Ingeniería Biológica en la Nacional, mientras yo había terminado Ciencia Política y cursaba Periodismo. Ninguno de los dos era de Medellín, aunque veníamos de la misma ciudad. Haber coincidido aquí fue una casualidad improbable, de esas que parecen no tener explicación. Con el tiempo nos hicimos buenos amigos y compartimos muchas conversaciones, cervezas y tardes de cine.

Aunque Isabel eligió la ingeniería, siempre tuvo una sensibilidad especial por el arte y la creación. Con los años se acercó a la fotografía, camino en el que encontró una convicción. Desde allí empezó a construir una mirada propia, a veces combinando conocimiento técnico con una curiosidad estética, lo que la ha llevado a explorar distintas formas de narrar lo cotidiano. Ha trabajado en proyectos fotográficos y en ejercicios de fotoperiodismo que revelan su interés por la gente, por los lugares y por las historias que se esconden en ellos.

Un día me habló de una idea que estaba empezando a tomar forma: un taller de escritura de cartas a partir de una salida fotográfica por Manrique. Me contó que quería recoger las voces de mujeres del sector y construir, con ellas, una memoria íntima del territorio. Quería combinar múltiples formatos: paisajes sonoros, narraciones en audio, texto y fotografía.

Me pidió que la acompañara a las salidas fotográficas y en la edición de los textos. La propuesta me llamó la atención desde el principio, no solo por el valor del proyecto, sino porque sería la primera vez que trabajaríamos juntos. No imaginaba entonces que de aquellas cartas, escritas entre talleres y caminatas, surgiría un producto capaz de revelar la vida de un barrio a través de las voces que mejor lo conocen: las de sus mujeres.

Durante las salidas con Isabel pude notar su manera particular de mirar el espacio y a las personas que lo habitan. Caminaba con atención, deteniéndose en detalles que para otros podrían pasar inadvertidos: una sombra en la pared, una conversación en la puerta de una tienda, una risa que se perdía calle abajo. En medio del ruido y el movimiento del barrio, su mirada encontraba personajes cotidianos, rostros que parecían merecer una voz. Recorría Manrique con una curiosidad serena, sin buscar nada en especial, abierta a lo que pudiera aparecer.

Después de la primera salida, quiso volver. Esta vez de noche, para conocer otra faceta del territorio. Decía que la luz cambiaba la forma en que el barrio respiraba, que las calles parecían distintas, más íntimas. Al finalizar las jornadas, revisamos las fotografías y seleccionamos aquellas que mejor representaban el espíritu de su búsqueda. Isabel no quería retratar los lugares icónicos, ni construir una imagen turística del barrio. Quería mostrar la cotidianidad: las personas caminando, jugando parqués, tomando una cerveza, andando en moto con la pericia de quien ha recorrido esas calles toda su vida. No le interesaba la mirada externa, sino la perspectiva de quien se ha hecho en ese entorno, de quien conoce sus ritmos y transformaciones. Buscaba fotos que pudieran pertenecer a cualquier barrio de Medellín, pero que solo quien haya caminado esas calles pudiera reconocer de verdad.

Con la selección final de imágenes se dio inicio al taller de cartas. Fue entonces cuando las fotografías revelaron su verdadero valor. Frente a ellas, las mujeres del barrio comenzaron a contar lo que veían, o más bien, lo que recordaban. Cada participante eligió entre dos o tres imágenes, y a partir de ellas empezó a construir su propia historia. Esas voces fueron llenando el espacio, cruzándose, completándose. De ese ejercicio nació el conjunto de textos que ahora componen este proyecto: cartas que le dan voz al barrio y presencia a las mujeres que lo habitan.

Cada historia está acompañada por una fotografía intervenida por Isabel. A partir de lo que escuchaba, añadía trazos, frases, colores o ilustraciones que alejaban la imagen del realismo fotográfico para acercarla a la emoción del relato. Así, cada foto se convirtió en una reinterpretación del espacio, en una forma de volver a mirar el barrio a través de las palabras de quienes lo narraron.

En mi caso, en la edición de los textos, encontré una serie de historias interconectadas con las cuales quise representar las voces de muchas madres, hijas y vecinas que viven su día a día en Manrique. Organicé algunas ideas, ajusté signos de puntuación y cuidé que las palabras conservaran su tono original pero construyeran un relato conjunto, una representación del territorio a partir de roles y experiencias. Sin embargo, no quise alterar la manera en que cada una de ellas se expresa, ni suavizar las pausas o giros que hacen parte de su forma de contar el mundo. Quería que, al leerlas, se sintiera su voz, con su ritmo propio, su fuerza y una verdad contada de manera colectiva.

En el prólogo del libro, Isabel decidió crear un personaje ficticio o, más bien, una historia ficticia, con una figura que, aunque inventada, lleva consigo muchas de sus propias inquietudes sobre el territorio. A través de él quiso hablar de la importancia de contar historias y de narrar los lugares sin tener que hacerlo de manera personal, como si el personaje fuera una voz colectiva que observa. En su relato, ese ser anónimo recorre las calles con una curiosidad atenta. De esa manera, Isabel logra subrayar lo esencial: que conocer un lugar también puede ser un acto de lectura, una forma de descubrir lo extraordinario en lo común, de escuchar los silencios y las voces que conforman la vida de un barrio.

Al final, el proyecto se convirtió en algo más que una suma de imágenes, sonidos y palabras. Fue una manera de reconocer la voz de un territorio a través de quienes lo habitan y lo caminan cada día. Las cartas revelaron no solo memorias personales, sino también una forma colectiva de mirar el barrio, de habitarlo con afecto, con nostalgia y con esa mezcla de dureza y expectativa que caracteriza a la vida en Medellín. Cada texto, cada audio y cada fotografía se entrelazan como fragmentos de una misma conversación: la del barrio consigo mismo.

Mirando en retrospectiva, pienso que aquello que comenzó como una colaboración entre dos amigos terminó siendo una experiencia profundamente humana. Isabel logró que la cámara se convirtiera en una herramienta para escuchar, y no solo para mirar. Y en ese gesto, tan sencillo como poderoso, entendí que el arte puede ser también un modo de acompañar, de cuidar y de dar testimonio, de permitir que lo común pueda ser escuchado.